La Perla Incomparable

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Se zambulló ruidosamente en el agua, haciendo que la superficie del puerto se ondulara para luego aquietarse. Un hombre de negocios se agachaba en el bajo muelle indio. Sus ojos estaban clavados en el agua, esforzándose por ver a su amigo indio nadando en las profundidades.

Al momento, apareció una cabeza oscura. Luego, el viejo pescador de perlas indio se encaramó al embarcadero, sonriendo con satisfacción mientras se sacudía el agua.

“Esta será una buena”, dijo Rambhau, entregando una ostra grande a Morris.

Haciendo palanca para abrir la concha, Morris exclamó: “¿Has visto una perla mejor que esta? Es perfecta, ¿verdad?”

“Hay mejores, mucho mejores. Pues yo tengo una…” La voz de Rambhau se iba apagando. “Ves esto—el puntito negro aquí, y esa abolladura ahí. Es como tú dices en cuanto a tu Dios. La gente se ve a sí misma perfecta, pero Dios ve todas las imperfecciones”.

Mientras los dos hombres se dirigían por el camino, otro caminaba mucho más adelante.

“¿Ves aquel hombre allá?” preguntó Rambhau. Es un peregrino que va camino de Bombay o quizá Calcuta. Camina descalzo y busca las piedras más cortantes, y si te fijas”, señaló, “cada calle que cruza se arrodilla y besa la tierra. Eso es bueno. El primer día de Nuevo Año yo también comenzaré mi peregrinaje a Delhi. Sufriré pero será dulce, porque me comprará el cielo”.

“¡Rambhau!” dijo Morris. “¡No puedes comprar el cielo! ¡Jesucristo murió para proveerte el cielo!” Pero la conversación era inútil. El anciano no podía comprenderlo.

Una tarde no mucho después, Morris contestó una llamada a la puerta y encontró a Rambhau ahí.

“¿Puedes venir a mi casa por un momento?” preguntó el pescador. “Tengo algo que quiero enseñarte”.

Morris le siguió a su casa. Una vez allá, Rambhau sacó una pequeña pero pesada caja fuerte. “He tenido esta caja por años”, dijo. “Contiene una sola cosa”.

El anciano sacó de la caja un paquete que había sido cuidadosamente envuelto. Con delicadeza desplegaba las envolturas de tela. Descubriendo una brillante perla, la colocó cuidadosamente en las manos de Morris.
La perla resplandecía con un brillo que Morris nunca había visto. Se la podría haber vendido por una suma fabulosa en el mercado.

“Ahora te contaré la historia”, dijo Rambhau. “Tuve un hijo”.

“¿Un hijo?” interrumpió Morris. “¡No me has dicho ni una palabra en cuanto a él!”

“No. No pude. Pero ahora, tengo que decírtelo. Mi hijo fue el mejor pescador de perlas de todas las costas de la India. ¡Qué gozo me traía! Siempre soñaba en encontrar una perla más allá de todas las que se han encontrado. Un día la encontró. Pero encontrando esa perla le costó la vida.

“Todos estos años he guardado esta perla”, continuó Rambhau. “Y ahora quiero darte esta perla porque tú eres mi mejor amigo”.

Morris levantó la cabeza emocionado. “Rambhau, no me puedes dar la perla. ¿Cómo podría yo aceptar este regalo sin pagártelo? Déjame comprártelo. Te daré todo lo que pueda reunir”.

“Pero, ¿qué estás diciendo?” El viejo pescador de perlas se quedó atónito, “No entiendes, mi amigo. ¿No ves? Mi único hijo dio su vida para conseguir esta perla. No la puedo vender. Pero quiero dártela por el amor que siento por ti”.

Morris no pudo hablar. Cogió la mano de su amigo. “Rambhau, ¿no ves? Eso es exactamente lo que has estado diciendo a Dios todos estos años”.

Rambhau se le quedó mirando por un buen rato. Pero lentamente empezó a entender.

“Has intentado comprar la salvación a Dios. Pero Dios te está ofreciendo la salvación como un regalo totalmente gratuito”, explicó Morris. Es tan maravillosa e incomparable que ningún hombre en la tierra podría comprarla, y ningún hombre es suficientemente bueno para merecerla. Le costó a Dios la sangre de Su unigénito hijo, para que pudieras entrar en el cielo. Solo puedes aceptar el regalo de Dios por Su gran amor por ti”.

Las lágrimas corrían por las mejillas del anciano. “Ahora entiendo”, dijo. “Algunas cosas son de demasiado valor para ser compradas. Aceptaré la salvación de Dios”.

Rambhau inclinó la cabeza en oración para recibir a Jesucristo como Su Salvador. Después de que hubo orado, Morris sacó una Biblia del bolsillo y leyó en voz alta:

“Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos. Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:6–8).

“Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5:11, 12).

“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Ef. 2:8, 9).